Estación del Timbalero

Peregrinos cuyo silencio estremece, resignados a andar pausadamente entre el coleteo de las masas con alteración ambivalente. 


Por Arnold El Sophío

El son de sus propios timbales, enmarcados por el óxido, el sudor, la lengua seca y las ampollas, es como el de los redobles militares, que tras las primeras líneas buscan dar valor a quienes buscan romper las defensas enemigas.


Desde una cuadra antes de la plaza, todo intento de avance es homenaje a Cristo, el Señor de Tlaxcala, motor inmóvil de los matlachines, cuyas almas deambulan en las pesadillas de los niños. La plaza enrojecida, gente encabronada, algodones de azúcar, vampiros con tequila, gritos matrimoniales, la que canta la lotería. Hay estrés, pero no como en la ciudad –nunca como en la ciudad-, la romería ente el santuario con la torrecilla alzada que anuncia sus luces ámbar lo devuelve a su condición de eternamente extraño, sin arraigo alguno, pero siempre como parte de la afluencia que late y late, a base de codazos, pisotones y empujones.

Él es un animal que depende demasiado del clima, tiene sangre fría, pero nació sin alas, a pesar de que el apóstol repite el mandato supremo del maestro: vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio. Él no predica, pero lo que hace le gusta más: canta, baila, con poder timbalero, timbal lleno de manteca y harina, son zapateado que se remata con enchiladas y a veces pozole verde, que huele hasta el alma; huele varias veces antes de probarlo, aunque ahí muy cerca también huela a meados. Casi siempre acampan, porque no hay camiones hasta el día siguiente: entre matorrales amarran mecates y ponen la tienda. Cielos despejados lo emboban de estrellas con formas de zorros, cuervos y aguiluchos.

La plaza fue linda; la gente no tanto. Señor de Tlaxcala, su patrón amado estaba tapado. Es viernes, día santo.

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